Emilia nació el 24 de enero de 1889 en Castellbó (Lérida). Sabemos poco de cómo fue su vida, pero síque era una mujer con una vida interior muy profunda y espiritual. Muchos acudían a ella para que pedirle consejo, y Emilia siempre tenía la palabra adecuada para cada uno. Su modelo de vida era ponerlo todo a los pies del Señor mediante la oración constante.

Persecución y presunto martirio

Cuando estalló la guerra los milicianos se presentaron en su casa varias veces  para registrarla, buscando monjas o sacerdotes. Por mucha violencia y malos modos que trajeran consigo, Emilia los trataba con tal amabilidad que poco a poco iban cambiando su expresión y hasta, algunas veces, se marchaban pidiendo perdón por las molestias. Un día unos milicianos se indignaron al encontrar unas fotos de carácter religioso y les amenazaron; pero Emilia les habló del gozo de poder relacionarse con Dios que tanto nos ama, y que aunque seamos pecadores nos considera como a hijos suyos y nos invita a que nos amemos unos a otros y vivamos así felices… la escuchaban con admiración, y uno de los milicianos, que había dejado su fusil sobre un mueble mientras escuchaba atentamente lo que decía esta mujer, dijo con firmeza: “Si yo hubiera tenido una madre como usted, ahora no sería como soy”. 

Al verse tan amenazada, la familia Armengol buscó la manera de esconderse, pero no les dio tiempo. 

El jueves, 24 de septiembre de 1936, día de la Virgen de la Merced, unos milicianos se presentaron de repente a las 6 de la mañana en la panadería, cuando dos de los hijos acababan su trabajo nocturno, y el padre, Ermengol y Teresa empezaban la tarea previa al reparto del pan. Eran anarquistas de la FAI que venían a llevarse a los hombres de la familia al Comité "para que declararan". Emilia no quiso dejarlos solos, a pesar de ser consciente del gran peligro que suponía: “¡Yo también voy! ¡He decidido acompañarlos!”. Cuando estaban a punto de salir llegó Francesc Ribes, el chófer repartidor del pan. Los milicianos reconocieron y le dijeron: “¡Ven tú también!”.

Les hicieron subir a dos coches. Pasaban las horas y no se sabía nada de ellos. Los hermanos que se habían quedado en casa se dieron cuenta de que les habían cortado el hilo del teléfono y aún temieron más.

María, que estaba enferma, se quedó con los pequeños, mientras las otras hermanas (Encarna y Teresa) fueron al comité a preguntar. Allí les dijeron que no sabían nada. A primera hora de la tarde el tío Marià, conmovido y lloroso, les informó de la cruda realidad: la muerte de sus padres, hermanos y amigo. 

El entierro fue multitudinario pese a la prohibición y persecución de todo lo religioso. 

El asesino de Emilia dijo que “sentía haberla tenido que matar, porque era tan buena”.

De ella se dijo: “Han matado a la mujer más santa de Barcelona”.

Pese al transcurso de los años, en su parroquia no se olvida el testimonio de fe de todos ellos.